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viernes, 11 de marzo de 2011

¿Hace siete años?


Era jueves.


Yo salía a correr mucho menos que ahora.

Salía sin ritmos, sin crono, sin planes ni carreras a la vista.


Aquél día no salí a correr.


Por aquel entonces solía ir al trabajo en coche, unas veces, y en tren otras,

pasando por Atocha sobre las 7:40.

Aquel jueves tocaba coche.

Fue uno de esos días en los que te despiertas antes de la hora

y como me sobraba tiempo, decidí salir antes y parar a echar gasolina.


Cuando pasé por Atocha eran las 7:30.

Llevaba la radio encendida, como siempre, escuchando las noticias o algo de música. Salí de Madrid y paré en la gasolinera donde solía repostar.

Apagué la radio.


Cuando llené el depósito y salí de nuevo en dirección al trabajo volví a encender la radio.

Serían cerca de las 8:00.

La noticia ya estaba en antena.

Pensé que estaban rememorando algún atentado anterior.

No podía estar pasando eso ahora en Atocha.

¡Si acabo de pasar por delante y no he visto ni oído nada!.

Mientras llegaba al trabajo iba descubriendo lo que había ocurrido hacía tan sólo unos minutos. Parecía irreal.


Pasaron un par de horas, creo, hasta que supimos el alcance real de lo que había sucedido.

La conexión telefónica estaba colapsada.

Tardé cuatro horas en poder avisar a mi familia de que estaba bien.

Un compañero del trabajo, que solía venir en esa línea de tren, venía en el vagón que transportaba la mochila que no explosionó. Salió de Atocha y tomó el autobús.

En los días sucesivos fue cuando reaccionó ante lo que había vivido,

y le vinieron todas las preguntas y todos los silencios.


Ese día el atasco de la hora de comer por Atocha y toda la Castellana fue diferente a todos.

También fue diferente la forma de ver la televisión,

y valoré de manera especial tener acceso a las noticias de la BBC y la CNN

para enterarnos de los orígenes del atentado y las investigaciones al respecto.


Sólo podía pensar en ellos, en las víctimas,

en sus familias, en los conocidos o amigos de conocidos

que de una manera u otra se vieron afectados.

En los "compañeros" anónimos del tren, si estarían bien, si les habría ocurrido algo.

En las personas que ayudaron y continuaban haciéndolo.

En si yo podría hacer algo.


Al día siguiente la jornada de trabajo fue diferente.

La alusión a lo que estaba sucediendo fue inevitable, así como actos mostrando nuestra repulsa al atentado y nuestra solidaridad con los afectados.

Más que inevitable, fue una necesidad.


Ahora llevo dos años haciendo el trayecto de ese tren dos veces al día.

Cuando para en El Pozo y en Santa Eugenia no puedo evitar algún pensamiento dedicado a aquel día, a esas personas y a sus familias.

No sólo a los 192 fallecidos.

También pienso en quienes perdieron la vista, el oído, las piernas, un brazo...

Quizás algunos practicaban algún deporte, o salían a correr, como nosotros...


Hoy trago saliva y sigo pensando muchas cosas.

Y, como cada año desde entonces, vuelvo a escuchar,

y a cantar

y a sentir